martes, 31 de agosto de 2010

En mi día de mierda…



Ayer fue mi día de horror máximo y la razón: ninguna. Simplemente son esos días que empiezan mal y punto, aunque estoy segura que el cielo gris es un motivo fundamental para estar de muy mal genio.

La cosa es que ayer NO fue mi día y como siempre pasa en esos momentos, uno suele recordar cosas malas y unirlas y mezclarlas y hacer del día algo mucho peor.
Ayer me acordé de mi otro día de furia –esta vez justificada- contra la instalación de la termoeléctrica en Punta de Choros. Me acordé de cómo me sentí durante todo el día, atada de brazos, pensando que en este mundo una persona común y corriente no puede hacer nada por mejorar las cosas. Me acuerdo que estuve TODO el día escupiendo en las redes sociales contra el gobierno, el presidente, los antiguos mandatarios…contra la gente de derecha, contra el mundo entero por ser como es. En el fondo, contra el poder.

Cerca del medio día ya se escuchaban las iniciativas de marchas y protestas y con el paso de las horas se convirtió en un hecho: a protestar todos en Alameda con Ahumada. No lo pensé mucho, decidí que tenía que estar en esa marcha, que era la manera de poner en acción lo que estuve diciendo en palabras todo el día.

A las 19:30 estaba instalada en el paseo Ahumada, con mi pololo y con cientos de personas, muchos niños, muchas familias, pancartas y peluches de pingüinos y delfines.

Consignas en contra de la termoeléctrica y a favor de la vida, las que después de un rato y con la abrupta intervención del guanaco, cambiaron de tono, sin dejar de ser “tiernas y pelolise”: “¡¡¡Si al pingüino, no al guanaco!!!” se escuchaba mientras muchas rubias vestidas con atuendos floreados corrían a esconderse del camión lanza agua. Hay que reconocerlo, muchos dijeron que había sido una protesta cuica y en gran parte lo fue.

Era la protesta de los “hippies de mierda” con plata, de los rubios con conciencia social, de la nueva juventud “verde”. Y yo ahí era una más del montón, con la diferencia de que si bien escuché a muchos gritar garabatos y palabras de odio hacia la represión, la mayoría terminaba riéndose, escapando lejos o bajando rápidamente las escaleras del metro. En el fondo, para muchos era un juego, algo gracioso. Escapar del guanaco y de los pacos disfrazados de transformers era el momento de entretención de sus días.

Yo escapé un par de veces del guanaco e intenté alejarme de las lacrimógenas como todo el mundo. Y también fui de las que se fue temprano, cuando la cosa ya se ponía más fea y dejaba de ser pacífica. Pero por dentro sentía odio, un desconcierto enorme, una pena que me hacía pensar en lo frágil que somos frente a ese poder hecho máquina, convertido en violencia. Quería llorar y a la vez, me sentí impulsada a romper cosas, a patear basureros, a quebrar vidrios. Sentí las ganas de vandalismo, la necesidad de demostrar mi odio hacia esta sociedad enferma, llena de simbolismos absurdos, de materialismo innecesario. Sentí lo que deben sentir esos encapuchados que uno ve en la tele, que rompen las cosas, que tiran piedras…y me acordé de mí cuando decía “¿pero por qué hacen eso?! Lo entendí todo tan bien. Sentí mi mente tan clara y a pesar de la rabia, sentí que lograba encontrar en el fondo, cierta paz que sólo te la entrega el abrir los ojos…

Entendí realmente lo que significa la falta de educación. No como cuando uno dice “el tipo flaite” o “el weón mal educado”. No, no era esa falta de educación sino una distinta, aquella que tiene al pueblo con las manos amarradas, aquella falta de educación que no les permite surgir, que no les permite SER personas, que no les entrega herramientas para salir adelante, que no les permite ejercer ciudadanía, ser civilizados con todo lo que eso implica, es decir, con herramientas para ejercer nuestros derechos civiles.



Sentí lo que significa estar en contra de toda esta mierda, sentí claramente lo que es darse cuenta de la manipulación a la que nos vemos sometidos. Comprendí que a través de la rabia y del odio las personas abren aún más los ojos, y que el problema no es darse cuenta de las cosas sino cómo aquella rabia se logra canalizar. Me dieron ganar de romper cosas y de quebrar vidrios, pero en mi mente no existía esa opción. En mi cabeza pensaba cómo hacer algo frente a todo esto, como crear un medio para que la gente se exprese y que esa expresión no quede sólo en un papel…pensé en escribir esto, en formar parte de algún grupo organizado, pensé mil veces en cómo…cómo…de qué manera….qué se puede hacer….

Ayer fue un día de mierda porque me sentía gorda, me sentía fea, sentía que era insignificante porque era pobre, porque no tengo plata para despilfarrar y porque me gustaría estar de guata al sol en una playa caribeña. Pura mierda femenina, algo válido sin duda, pero en el fondo sin ningún peso, sin sentido alguno.

El día de mierda real es aquel en el que te das cuenta que la vida que te pintan acá y ahora no vale nada si no eres conciente, si no vives y sientes a concho, si no te das cuenta que somos marionetas…si no abres los ojos. Ese día de mierda, en el que el odio es real y sincero, es el mejor día de todos. Son esos días de mierda los que necesitamos cada vez más en nuestras vidas. Son esos días los que nos permiten avanzar, los que nos entregan claridad para pensar, decidir y actuar.

sábado, 28 de agosto de 2010

Sobre verdad y mentira


Tanto que decir y todo sin embargo es TAN subjetivo.

Si bien la verdad no es única, al menos lo que uno pide del otro, del amante, del amigo, es que su verdad, esa que me cuenta a mí, sea siempre la misma. No es tanto pedir. Se trata de confianza, de entrega y sobre todo de consecuencia. Se trata de tener una línea, de andar derecho por la vida y de saber que los demás sí esperan mucho de ti.


Finalmente y a pesar de que uno trata de no tener expectativas, cuando uno quiere a alguien siempre espera a cambio algo real, algo limpio y sincero.

Y acá no se trata de cual verdad, la tuya o la mía, es mejor que la otra. Se trata de compartir esas ideas de verdad, esa ley de vida que aceptas como la mejor, la tuya.

Generalmente uno se empareja con quien comparte esos ideales de vida o al menos, tiene los mismos principios de base. Siento que los amigos también se escogen de esa manera sin que sea conciente. Es como cuando uno siente que “esta mina es de las mías”, “este gayo ta en las mismas que yo”.


En el fondo, las relaciones interpersonales llegan a concretarse y a mantenerse de manera sana sólo en la medida en que uno comparte estas ideas de base sobre la vida. Obviamente hay relaciones en las cuales no es necesario tener ese tipo de afinidad, como con los compañeros de pega o los vecinos de tu edificio….en ese caso se trata de saber convivir en armonía, de ser tolerantes. Lo mismo pasa con la familia. Son relaciones que ya están establecidas desde antes de tu existencia y en las cuales los lazos se sustentan en fuerzas distintas, ya no en la idea de afinidad, sino en uniones consanguíneas o de experiencias de vida compartidas.

Pero en el caso de las parejas o de los amigos uno puede escoger entre tantas personas, las que se adecuan a tu rollo personal, a tu “volá” de vida.


Frente a esto entonces me detengo a pensar en lo extrañas que son esas relaciones que, si bien se establecen voluntariamente, no parecen tener esos elementos comunes y unificadores que deberían tener aquellas relaciones que uno elige. Sobre todo, cuando se establecen relaciones que no se basan en la confianza o en los gustos en común.

En el caso de los gustos, está bien, uno puede ceder. Las amistades y las relaciones de pareja se complementan y son muchas veces más valiosas cuando hay vivencias distintas para compartir, cuando uno encuentra en lo diferente algo valioso e interesante.


En el caso de la confianza, ahí creo que no existen excepciones a la regla. Cualquier relación interpersonal que no se construya sobre la base de una confianza mutua y compartida – en donde aquellas verdades propias deben ser parecidas o al menos conversadas y desarrolladas desde un inicio- termina siendo insana y poco beneficiosa para ambos. Hasta en las relaciones laborales, si uno no confía en el jefe o al revés y aún más importante, si el jefe no confía en su equipo de trabajo, la cosa finalmente se convierte en un problema.


Cuando incluso instintiva e inconcientemente elegimos a un amigo, esa relación será duradera y valiosa en nuestras vidas en la medida en que ambos sepamos la verdad de cada cual y confiemos en que el otro va a actuar siempre conforme a esa verdad. Consecuencia y confianza creo que van de la mano y son fundamentales para una relación sana. Porque si mi amigo o mi pareja tiene gustos extraños o a veces incompatibles con los míos (pudiendo ser esto lógicamente algo problemático), cuando esa relación está construida y estructurada en función de la confianza en cada verdad y en la consecuencia de nuestros actos en función de nuestras verdades, la relación no tendría que desmoronarse sino que, por el contrario, se fortalecería y complementaría positivamente.


Cuando escucho a la gente decir que la otra persona “está equivocada”, o incluso, cuando yo misma hablo desde una objetividad que no existe y juzgo a los demás por sus actos, en general sucede que ese juicio está errado, ya sea porque hablo desde mi verdad o porque simplemente no entiendo ni tolero la verdad del otro.

En cambio, cuando uno enjuicia a los demás desde su misma verdad, argumentando falta de consecuencia, ese juicio sí es acertado y sincero, pues no se contradice con la verdad del otro ni deja salir mi verdad como juez.


Muchos de los malos entendidos o de las peleas de pareja tienen que ver con el problema del juicio valórico, desde dónde lo hacemos y bajo qué verdad juzgamos. Yo siento que la clave de todo esto radica en entender que no existe una única verdad o razón bajo la cual uno debe entender a los demás y a través de la cual uno intente establecer relaciones interpersonales.


Con esto entonces el problema de la mentira radicaría básicamente en la inconsecuencia, en la falta de sentido entre lo que hago y lo que digo y su relación con mi propia construcción de la verdad. La mentira, así como la verdad no sería entonces algo objetivo sino sólo una construcción similar pero inversa de nuestras verdades. Serían como una base de datos en dónde estaría la lista de mis verdades y su opuesto, la lista de mis mentiras.


Lo importante es tener en cuenta que existen muchas vivencias y construcciones propias de realidades distintas y que, si no somos capaces de 1) aceptar esas verdades como algo tan válido como mi verdad 2) actuar en consecuencia con lo que decimos es nuestra verdad y 3) compartir aquellas verdades de manera sincera y abierta con los demás, ninguna relación será valiosa, sana y perdurable.


Como siempre, el prisma desde donde miramos el mundo nos pone a prueba y nos hace trampas a veces muy difíciles de sortear y superar, como aquellas relaciones de amistad o de pareja en las que se construye todo un mundo común sin tener como base los tres puntos mencionados anteriormente. Aquellas relaciones pueden establecerse válidamente e incluso durar algunos años, pero cuando nuestras ideas de base sobre el mundo no son compartidas, cuando los valores integrados a esas realidades no son ideas unificadoras sino más bien distanciadoras, aquellas relaciones están destinadas al fracaso. O a la perpetua y muchas veces dilatada guerra de verdades, cuyo desenlace es inevitablemente difícil y doloroso sino para ambos, al menos para uno de los dos.



LA FOTO: Con mi amor, con quien intento día a día que se cumplan a cabalidad los tres puntos mencionados en el penúltimo párrafo. =)

viernes, 6 de agosto de 2010

Historia, lenguaje y realidad



El relato del mundo como ficción lingüística



La historiografía, como definición correspondiente al estudio crítico de los escritos sobre la historia, incluyendo los acontecimientos y sus personajes, es en esencia una actividad que requiere de la investigación y de la interpretación para cumplir con su objetivo: entregar un conocimiento acerca del pasado.


Dicho esto, es posible deducir que la escritura histórica carece de objetividad, pues para cumplir con su cometido -que es hablar de lo real ocurrido en el pasado- necesita de la capacidad del historiador para revisar, interpretar y jerarquizar un sin fin de datos, fechas, acontecimientos y personajes, que luego utiliza para escribir una historia de hechos que, entrelazados y puestos en contexto, nos entregarían lo que hoy conocemos como nuestra historia.


Es entonces el historiador un profesional encargado de realizar una representación histórica del pasado de acuerdo a la investigación previa que realiza, lo que garantizaría que la historia que nos cuenta está apoyada por hechos “reales”, pero en ningún caso nos acercaría a una versión objetiva de la realidad.


Frente a esta definición de la tarea de la historiografía frente al relato histórico, surgen numerosas preguntas acerca del proceso de elaboración de esta realidad pasada.

En primer lugar, existe la duda de la veracidad de los elementos contados, lo que recaería en la facultad del historiador de reconocer los hechos que sí sucedieron, de aquellos que serían falsos. O aún más allá, sería lógico no sólo dudar de su rigurosidad, sino que también de su criterio a la hora de seleccionar y analizar los hechos y los personajes, adjudicándoles una importancia y un espacio mayor o menor en el texto histórico que recreará nuestro pasado, lo que lógicamente pone al historiador en una posición ideológica que es inevitable.


Incluso, ignorando estas variables, podríamos sospechar de la capacidad –ya no sólo del historiador, sino de toda la humanidad- de hablar de un pasado real visto desde un presente al que le es ajeno aquel pasado. Es decir, la interpretación arbitraria de la historia siempre se realiza desde un presente que aún no es historia, hacia un pasado que por lo mismo, nunca es presente.


Yendo más lejos, podríamos dudar de esta idea de texto histórico, poniendo en tela de juicio la capacidad del lenguaje, limitado, diverso y específico, para hablar de una historia que, se espera, sea la representación de la realidad pasada. Frente a esto, la literatura no es más que una estructura de códigos y significados que no son en ningún caso lo real, sino que son representativos de una realidad única que –según nos cuentan- existió.


Frente a estas interrogantes y a través de este trabajo, propongo desarrollar la idea de que la historiografía no es una ciencia exacta, sino más bien una estructura formal utilizada para entregar una visión limitada, y sobre todo literaria de los acontecimientos históricos, sin entregarle a la historia un componente de verdad total, asumiendo su cercanía a la ficción, así como la realidad misma parece tenerla.


Para esto, recurriré a autores como Roland Barthes, Hayden White, Frank Ankersmith, y Hans Vaihinger, en su análisis de los escritos de Nietzsche.

Construyendo el pasado

El trabajo del historiador consiste principalmente en contar la historia de lo que pasó. Pero esto, que parece ser simple, puede ser analizado y complejizado de tal manera que finalmente se convierta en una tarea problemática.


Hayden White en “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos” cita al historiador estadounidense Robin George Collingwood y señala que “(…) la sensibilidad histórica se manifiesta en la capacidad de elaborar un relato plausible a partir de un cúmulo de <> que, en su forma no procesada, carecen por completo de sentido”.[1]


Es entonces tarea del historiador recopilar la mayor cantidad de hechos dentro de un período específico de tiempo, realizando lo que Collingwood llamó “<>, la cual le señala al historiador –como le señala al detective competente- cuál <>, dada la evidencia disponible y las propiedades formales que ésta le muestra a la conciencia capaz de formular las preguntas correctas”.[2]


En esta cita ya hay una clara sugerencia de que la interpretación de lo que ya pasó no logra escapar a la ideología imperante en el historiador y a su vez, a la lectura aquí y ahora de lo que no está pasando ni aquí ni ahora, sino que allá (en cualquier otra parte) y antes (en el pasado).


“Los historiadores buscan refamiliarizarnos con los acontecimientos que han sido olvidados (…) Más aún, los grandes historiadores se han ocupado siempre de aquellos acontecimientos de las historias de sus culturas por naturaleza más <> (…)”[3]. Es decir, escogiendo entre varios sucesos el que les parece más importante, utilizando su conocimiento a priori –actual, contextualizado- para refamiliarizarnos con ellos.


Tal como señala Roland Barthes, “(…) el discurso histórico es esencialmente elaboración ideológica, o, para ser más precisos, imaginario, si entendemos por imaginario el lenguaje gracias al cual un enunciante de un discurso (entidad puramente lingüística) <> el sujeto de la enunciación (entidad psicológica o ideológica). (…) Ya decía Nietzsche: ‘No hay hechos en sí. Siempre hay que empezar por introducir un sentido para que pueda haber un hecho’. A partir del momento en que interviene el lenguaje (¿y cuando no interviene?) el hecho sólo puede definirse de manera tautológica: lo anotado procede de lo observable, pero lo observable (…) no es más que lo que es digno de memoria, es decir, digno de ser anotado”.[4]


Es decir que quienes toman en sus manos la tarea de escribir la historia, lo hacen desde un contexto espacio/temporal que no es el real del suceso que se cuenta, por lo que “los historiadores llegan a sus respectivas evidencias dotados con un sentido de las posibles formas que los distintos tipos de situaciones humanas reconocibles pueden tomar”[5], recolectando un cúmulo de hechos cuya jerarquización depende de lo que el historiador desee destacar, y por otro lado ocultar o desechar. El trabajo historiográfico se convierte así en una actividad investigativa en dónde la realidad –aquella que vive el historiador- tiñe al pasado, el cual se convierte en un relato que se sirve de la lingüística –cuya intervención se señala inevitable- para tomar forma.


“El mismo conjunto de acontecimientos puede servir como componente de un relato que es trágico o cómico, según sea el caso, dependiendo de la elección del historiador respecto a la estructura de trama que considera más apropiada”.[6]


Los conceptos relato y trama sin duda nos remiten a la estructura narrativa que se sirve de la lengua para su construcción. Vemos entonces que el historiador se vale de las estructuras narrativas para construir el pasado como una realidad representada por elementos literarios, en dónde surge el problema de la ficción.


Cómo debe ser configurada una situación histórica dada depende de la sutileza del historiador para relacionar una estructura de trama específica con un conjunto de acontecimientos históricos a los que desea dotar de un tipo especial de significado. Esto es esencialmente, una operación literaria, es decir, productora de ficción”.[7]


Esta idea de ficción en el escrito histórico es de seguro un hecho controversial en cuanto nos remite a algo falso. Sin embargo, el componente ficticio de la historiografía radica no necesariamente en la verificación de los hechos, sino en la cualidad de ficción que posee la narrativa, como método, y en el sesgo lógico que la ideología del historiador traspasa a la escritura de la historia.


El componente literario cumple así una función mecánica, la cual nos hace entender la historia a través de una estructura lingüística reconocida. “La narrativa en sí misma no es el icono; lo que hace es describir los acontecimientos del registro histórico de modo tal que informa al lector acerca de qué debe considerar como icono de los acontecimientos para convertirlos en <>. La narrativa histórica media así entre los acontecimientos reportados en ella, por un lado, y la estructura de trama pregenerica convencionalmente usada en nuestra cultura para dotar de significados a los acontecimientos y situaciones no familiares, por otro”.


Sin el componente narrativo del discurso historiográfico seríamos incapaces de reconocer como algo posible la historia que no hemos vivido, los hechos aislados que no nos pertenecen, aquella historia que nos es ajena, que no ha pasado por nosotros y que aún así, aceptamos como verdadera.


Necesitamos de las convenciones lingüísticas y de un conocimiento a priori (icónico, lingüístico) de estas estructuras narrativas para poder identificar aquella historia que el historiador ha dejado plasmada en sus escritos.


Los límites del lenguaje


"Sabemos que no el desocupado jardinero Adán,
sino el Diablo -esa pifiadora culebra, ese inventor de la equivocación y de la aventura, ese carezo del azar, ese eclipse de ángel- fue el que bautizó las cosas del mundo. Sabemos que el lenguaje es como la luna y tiene su hemisferio de sombra."[8]


La construcción del discurso historiográfico se vale del lenguaje para convertir en verdad o realidad un relato que no podemos verificar por nosotros mismos. Es este, con su complejo entramado de significaciones, símbolos y convenciones culturales el que realiza el trabajo de hacernos identificar, comprender y aceptar las historias del pasado como algo posible.


Sin embargo, este trabajo de recreación del lenguaje se ve claramente limitado a la composición misma de cada lengua, en cuanto a su capacidad representativa de lo real y más aún, frente a su estructura, cuyos elementos (utilizando los términos de Saussure significado y significante, cuya unión se traduce en el signo) dependen de la interacción humana para que logren representar los distintos conceptos que producen la realidad.


Ante esta problemática, Franklin Rudolf Ankersmit señala que “(…) se ha hecho en extremo difícil preguntar si el texto histórico representa la realidad pasada en una forma adecuada. (…). Así, los límites del texto se convierten en los del mundo histórico”.[9]


La historia, reconocida y legitimada, se establece siempre como una secuencia de hechos empíricos, aún cuando el historiador no los haya visto o vivido. Pero, aún en el caso en que el historiador haya sido partícipe del hecho en cuestión, esta historia, una vez plasmada en el papel como texto histórico, queda determinada por el lenguaje y sus limitaciones.


Frente a esto, podríamos decir entonces que el pasado no existe como algo real, pues este está limitado ya no sólo a la capacidad del historiador, sino también a las posibilidades que el lenguaje tiene para narrar o recrear un hecho real.


“Por una parte, la realidad del pasado cambia conforme crece el espíritu; por otra, sólo está el historiador presente para volver a la vida el pasado, con base en alguna preocupación presente que, en sí, forma parte del presente en que la realidad se convirtió. En resumen, la realidad del pasado cambia con la evolución de la historia y nuestras ideas o nuestro pensamiento al respecto (…)”.[10]


Sin embargo, este límite del lenguaje no sólo afecta al escrito historiográfico, sino que representa un problema generalizado: la idea de realidad, pasada o presente, radica principalmente en la capacidad del lenguaje de establecer lo que es real. Y, como ser vivo que se vale del lenguaje para crear un mundo real, el hombre carece entonces del conocimiento exacto de aquella verdad que parece ser inalcanzable.


“’El realismo es relativo, lo determina el sistema de estándares representativos dado en una cultura o una persona determinadas en una época dada.’ En otras palabras, el realismo se basa en estereotipar códigos representativos, y son estos códigos los que garantizan el efecto de realidad [la traducción es mía] del realismo”.[11]


Estos efectos de realidad, analizados también por Barthes, apelan al componente descriptivo del relato histórico, a los elementos que nos indican lo real y cuya función es remitirnos al haber estado ahí de las cosas que se describen. Es lo verosímil del relato, pero en ningún caso nos hablan de la verdad o la realidad como tal.


Con esto, podemos asegurar que el efecto de realidad es en sí un efecto lingüístico, es decir, ficticio, un detalle construido por la estructura narrativa. Con esto nos vemos enfrentados al problema de conocer lo real, ya que este efecto de lo real está determinado por la multiculturalidad, la cantidad de lenguas y culturas existentes en el mundo, las cuales determinarían según sus propios códigos lo que es real y establecerían, en esa interactividad entre significado y significante, las bases para entender los signos que codifican el mundo.

El problema de la realidad



“Parece que hay una realidad para cada código representativo, y no una realidad única o básica subyacente a todas las posturas sobre realidad”.[12]


Es imposible a estas alturas atribuirle a la historiografía la capacidad de contar una historia única, real y objetiva. Estos términos, obligan a la historiografía a asumir su incapacidad de narrar sólo una historia que sea LA historia del mundo, y al valerse de la narrativa como su herramienta, debe limitarse a concebirse como un discurso retórico que representa sólo una parte de tantas posibilidades de contar nuestra historia.


Más aún, si culpamos e identificamos en el lenguaje su incapacidad de presentar la realidad tal como es, para lograr sólo representarla de manera simbólica, el problema de lo real recae en todo ámbito de cosas.


¿Cuál es la realidad? ¿Qué hace que un hecho sea real, en sí mismo y por sobre otros?


“La cuestión aquí no es si el historiador llega a un conocimiento histórico acerca de una realidad pasada ni cómo lo hace, sino el significado que podemos asignar a los conceptos de verdad y realidad con base en lo que demuestra la práctica de la historia”.[13]


Esta idea nos remite a los pensamientos de Nietzsche sobre el como sí. Vaihinger cita al autor asegurando que “No es sólo <> (…) ni es sólo nuestra cultura la que descansa sobre <> (…) también nuestro conocimiento las necesita”.[14]


Nietzsche asume que la realidad no es más que una estructura simbólica creada por el hombre para comprender una verdad a la que le es imposible acceder. “Nuestro intelecto opera con símbolos conscientes, imágenes y figuras retóricas (…) con <> (…)”.[15]


Actuamos como si comprendiéramos lo real y construimos una macro estructura simbólica –el lenguaje- como herramienta. “<[16] Con esto, y asumiendo que el pensamiento necesita del lenguaje, esta idea de lo real depende entonces de la creación de una estructura lingüística capaz de soportar esta construcción ficticia del mundo que reconocemos como real.


Así, tal como nuestro mundo real es una ficción cuyo soporte es el lenguaje, la historia del pasado es entonces también una construcción literaria, basada en supuestos que nos remiten a lo real como lo posible de comprender por el ser humano. “<< (…) cuando leemos este mundo de signos en las cosas como algo realmente existente y mezclado con ellas, simplemente estamos haciendo lo que siempre hemos hecho, es decir, mitologizar>> (…) pues el <>”.[17]


El lenguaje sería entonces un sistema, un esquema práctico que nos permite ser y estar en un mundo al que no podemos acceder en plenitud. El lenguaje crearía mitos necesarios para reconocer lo real. Estaríamos entonces insertos en la dinámica del como si, en donde la ilusión constituye y posibilita nuestra realidad.


Podríamos decir entonces que la veracidad del relato histórico no radica en lo real de su discurso sino en la capacidad de manejar el lenguaje del como si para comprender un pasado que sólo podemos ver con ojos actuales, bajo una ilusión que nos permite vivir una realidad inalcanzable.

En este sentido, el discurso historiográfico sería una ficción literaria, pero como tal, cumpliría con la función de recrear una realidad cuya coherencia nos facilita el reconocimiento de un mundo que necesita ser codificado.

El sentido del mundo


“Podemos decir que los límites del lenguaje son los límites del mundo (…) que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.[18]


Después de todo el análisis anterior es posible reconocer que la historiografía no es de ninguna manera una ciencia exacta, sino más bien una estructura formal utilizada para entregar una visión parcial y limitada de los acontecimientos históricos, valiéndose de las posibilidades que el lenguaje le otorga para formar un relato verosímil de la historia.


Todo esto, sin entregarle a aquella historia contada por los historiadores un componente de verdad total, asumiendo su carácter de ficción a través del cual es capaz de recrear un mundo como si fuera real.


El relato histórico es imaginario, sin ser por esto un relato inventado. Es imaginario porque utiliza para su finalidad las herramientas que dispone el ser humano para recrear la vida real del como si, la que debe vivir de manera real al no tener la capacidad de conocer la verdad.


Toda la construcción de mundo real que nos rodea es parte del lenguaje y no el lenguaje parte de esta realidad. Al parecer, la inversión de estos conceptos nos hace comprender que sin lenguaje no hay pensamiento y sin pensamiento, no hay posibilidades de conocer lo que es real.

Nos vemos enfrentados al mundo del como si, de lo posible de ser entendido por los límites del pensamiento, el lenguaje y la razón, cuyo poder ilusorio nos envuelve en una vida que se vive legítimamente como si fuera real.


Es a través del lenguaje y de la construcción de este mundo del como si, la única manera de recrear y darle sentido a la vida humana, vida cuyo valor radica en la capacidad del pensamiento, la razón, el habla y la escritura.


Sin embargo, esta vida separada del resto de seres vivos -al ser dotada del lenguaje como herramienta- está abandonada a su suerte, sometida a un instrumento humano de doble filo: mientras el lenguaje construye las realidades necesarias para vivir, por otra parte nos limita cada vez más, encerrándonos en la cárcel de nuestro pensamiento lingüístico.


Bibliografía y textos de referencia



  • White, Hayden. “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”. Editorial Paidós, Barcelona, España, 2003.

  • Barthes, Roland. “El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura”. Editorial Paidós, Barcelona, España, 1987.

  • Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

  • Vaihinger, Hans. Texto “La voluntad de ilusión en Nietzsche”.

  • Wittgenstein, Ludwig. Tractatus logico-philosophicus”.

  • Borges Jorge Luis. “El idioma de los argentinos”.


[1] White, Hayden. “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”, p. 112. Editorial Paidós, Barcelona, España, 2003.

[2] Ibíd.

[3] Ibíd. p. 118-119.

[4] Barthes, Roland. “El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura”, p. 174. Editorial Paidós, Barcelona, España, 1987.

[5] White, Hayden. “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”, p. 112. Editorial Paidós, Barcelona, España, 2003.

[6] Ibíd. p. 113.

[7] Ibíd. p. 115.

[8] Borges, Jorge Luis. “El idioma de los argentinos”. p.182

[9] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 253. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[10] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 267. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[11] Ibíd. p. 285.

[12] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 286. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[13] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 314. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[14] Vaihinger, Hans. Texto “La voluntad de ilusión en Nietzsche”, p. 3.

[15] Ibíd.

[16] Ibíd. p. 5.

[17] Vaihinger, Hans. Texto “La voluntad de ilusión en Nietzsche”, p. 9.

[18] Wittgenstein, Ludwig. Tractatus logico-philosophicus.

Tanta felicidad...


Despertar y sentirte y pensarte y verte verme me veo y siento que estoy despierta.
El amor después del amor suena a canción pero es más fuerte que cualquier otra cosa.
Es un enemigo conocido un himno aprendido aprehendido y reconocido con sabor a nuevo. Es cordillera mar y cielo azul. Es una taza de café una sonrisa algo verde que crece que se enreda y que avanza. Huele a verde también y sabe a rojos intensos a notas musicales a labios y a besos. Tiene ritmo y se mueve y me gusta. Me invita y lo sigo me engaña y le creo aunque dudo y me río contigo conmigo. Este amor que vino después echa raíces más gruesas me atrapan y me tienen y después me asustan y me gustan aunque suene de nuevo a canción.

Y pienso te tengo me tienes y estamos y somos. Tanta felicidad asusta.