viernes, 6 de agosto de 2010

Historia, lenguaje y realidad



El relato del mundo como ficción lingüística



La historiografía, como definición correspondiente al estudio crítico de los escritos sobre la historia, incluyendo los acontecimientos y sus personajes, es en esencia una actividad que requiere de la investigación y de la interpretación para cumplir con su objetivo: entregar un conocimiento acerca del pasado.


Dicho esto, es posible deducir que la escritura histórica carece de objetividad, pues para cumplir con su cometido -que es hablar de lo real ocurrido en el pasado- necesita de la capacidad del historiador para revisar, interpretar y jerarquizar un sin fin de datos, fechas, acontecimientos y personajes, que luego utiliza para escribir una historia de hechos que, entrelazados y puestos en contexto, nos entregarían lo que hoy conocemos como nuestra historia.


Es entonces el historiador un profesional encargado de realizar una representación histórica del pasado de acuerdo a la investigación previa que realiza, lo que garantizaría que la historia que nos cuenta está apoyada por hechos “reales”, pero en ningún caso nos acercaría a una versión objetiva de la realidad.


Frente a esta definición de la tarea de la historiografía frente al relato histórico, surgen numerosas preguntas acerca del proceso de elaboración de esta realidad pasada.

En primer lugar, existe la duda de la veracidad de los elementos contados, lo que recaería en la facultad del historiador de reconocer los hechos que sí sucedieron, de aquellos que serían falsos. O aún más allá, sería lógico no sólo dudar de su rigurosidad, sino que también de su criterio a la hora de seleccionar y analizar los hechos y los personajes, adjudicándoles una importancia y un espacio mayor o menor en el texto histórico que recreará nuestro pasado, lo que lógicamente pone al historiador en una posición ideológica que es inevitable.


Incluso, ignorando estas variables, podríamos sospechar de la capacidad –ya no sólo del historiador, sino de toda la humanidad- de hablar de un pasado real visto desde un presente al que le es ajeno aquel pasado. Es decir, la interpretación arbitraria de la historia siempre se realiza desde un presente que aún no es historia, hacia un pasado que por lo mismo, nunca es presente.


Yendo más lejos, podríamos dudar de esta idea de texto histórico, poniendo en tela de juicio la capacidad del lenguaje, limitado, diverso y específico, para hablar de una historia que, se espera, sea la representación de la realidad pasada. Frente a esto, la literatura no es más que una estructura de códigos y significados que no son en ningún caso lo real, sino que son representativos de una realidad única que –según nos cuentan- existió.


Frente a estas interrogantes y a través de este trabajo, propongo desarrollar la idea de que la historiografía no es una ciencia exacta, sino más bien una estructura formal utilizada para entregar una visión limitada, y sobre todo literaria de los acontecimientos históricos, sin entregarle a la historia un componente de verdad total, asumiendo su cercanía a la ficción, así como la realidad misma parece tenerla.


Para esto, recurriré a autores como Roland Barthes, Hayden White, Frank Ankersmith, y Hans Vaihinger, en su análisis de los escritos de Nietzsche.

Construyendo el pasado

El trabajo del historiador consiste principalmente en contar la historia de lo que pasó. Pero esto, que parece ser simple, puede ser analizado y complejizado de tal manera que finalmente se convierta en una tarea problemática.


Hayden White en “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos” cita al historiador estadounidense Robin George Collingwood y señala que “(…) la sensibilidad histórica se manifiesta en la capacidad de elaborar un relato plausible a partir de un cúmulo de <> que, en su forma no procesada, carecen por completo de sentido”.[1]


Es entonces tarea del historiador recopilar la mayor cantidad de hechos dentro de un período específico de tiempo, realizando lo que Collingwood llamó “<>, la cual le señala al historiador –como le señala al detective competente- cuál <>, dada la evidencia disponible y las propiedades formales que ésta le muestra a la conciencia capaz de formular las preguntas correctas”.[2]


En esta cita ya hay una clara sugerencia de que la interpretación de lo que ya pasó no logra escapar a la ideología imperante en el historiador y a su vez, a la lectura aquí y ahora de lo que no está pasando ni aquí ni ahora, sino que allá (en cualquier otra parte) y antes (en el pasado).


“Los historiadores buscan refamiliarizarnos con los acontecimientos que han sido olvidados (…) Más aún, los grandes historiadores se han ocupado siempre de aquellos acontecimientos de las historias de sus culturas por naturaleza más <> (…)”[3]. Es decir, escogiendo entre varios sucesos el que les parece más importante, utilizando su conocimiento a priori –actual, contextualizado- para refamiliarizarnos con ellos.


Tal como señala Roland Barthes, “(…) el discurso histórico es esencialmente elaboración ideológica, o, para ser más precisos, imaginario, si entendemos por imaginario el lenguaje gracias al cual un enunciante de un discurso (entidad puramente lingüística) <> el sujeto de la enunciación (entidad psicológica o ideológica). (…) Ya decía Nietzsche: ‘No hay hechos en sí. Siempre hay que empezar por introducir un sentido para que pueda haber un hecho’. A partir del momento en que interviene el lenguaje (¿y cuando no interviene?) el hecho sólo puede definirse de manera tautológica: lo anotado procede de lo observable, pero lo observable (…) no es más que lo que es digno de memoria, es decir, digno de ser anotado”.[4]


Es decir que quienes toman en sus manos la tarea de escribir la historia, lo hacen desde un contexto espacio/temporal que no es el real del suceso que se cuenta, por lo que “los historiadores llegan a sus respectivas evidencias dotados con un sentido de las posibles formas que los distintos tipos de situaciones humanas reconocibles pueden tomar”[5], recolectando un cúmulo de hechos cuya jerarquización depende de lo que el historiador desee destacar, y por otro lado ocultar o desechar. El trabajo historiográfico se convierte así en una actividad investigativa en dónde la realidad –aquella que vive el historiador- tiñe al pasado, el cual se convierte en un relato que se sirve de la lingüística –cuya intervención se señala inevitable- para tomar forma.


“El mismo conjunto de acontecimientos puede servir como componente de un relato que es trágico o cómico, según sea el caso, dependiendo de la elección del historiador respecto a la estructura de trama que considera más apropiada”.[6]


Los conceptos relato y trama sin duda nos remiten a la estructura narrativa que se sirve de la lengua para su construcción. Vemos entonces que el historiador se vale de las estructuras narrativas para construir el pasado como una realidad representada por elementos literarios, en dónde surge el problema de la ficción.


Cómo debe ser configurada una situación histórica dada depende de la sutileza del historiador para relacionar una estructura de trama específica con un conjunto de acontecimientos históricos a los que desea dotar de un tipo especial de significado. Esto es esencialmente, una operación literaria, es decir, productora de ficción”.[7]


Esta idea de ficción en el escrito histórico es de seguro un hecho controversial en cuanto nos remite a algo falso. Sin embargo, el componente ficticio de la historiografía radica no necesariamente en la verificación de los hechos, sino en la cualidad de ficción que posee la narrativa, como método, y en el sesgo lógico que la ideología del historiador traspasa a la escritura de la historia.


El componente literario cumple así una función mecánica, la cual nos hace entender la historia a través de una estructura lingüística reconocida. “La narrativa en sí misma no es el icono; lo que hace es describir los acontecimientos del registro histórico de modo tal que informa al lector acerca de qué debe considerar como icono de los acontecimientos para convertirlos en <>. La narrativa histórica media así entre los acontecimientos reportados en ella, por un lado, y la estructura de trama pregenerica convencionalmente usada en nuestra cultura para dotar de significados a los acontecimientos y situaciones no familiares, por otro”.


Sin el componente narrativo del discurso historiográfico seríamos incapaces de reconocer como algo posible la historia que no hemos vivido, los hechos aislados que no nos pertenecen, aquella historia que nos es ajena, que no ha pasado por nosotros y que aún así, aceptamos como verdadera.


Necesitamos de las convenciones lingüísticas y de un conocimiento a priori (icónico, lingüístico) de estas estructuras narrativas para poder identificar aquella historia que el historiador ha dejado plasmada en sus escritos.


Los límites del lenguaje


"Sabemos que no el desocupado jardinero Adán,
sino el Diablo -esa pifiadora culebra, ese inventor de la equivocación y de la aventura, ese carezo del azar, ese eclipse de ángel- fue el que bautizó las cosas del mundo. Sabemos que el lenguaje es como la luna y tiene su hemisferio de sombra."[8]


La construcción del discurso historiográfico se vale del lenguaje para convertir en verdad o realidad un relato que no podemos verificar por nosotros mismos. Es este, con su complejo entramado de significaciones, símbolos y convenciones culturales el que realiza el trabajo de hacernos identificar, comprender y aceptar las historias del pasado como algo posible.


Sin embargo, este trabajo de recreación del lenguaje se ve claramente limitado a la composición misma de cada lengua, en cuanto a su capacidad representativa de lo real y más aún, frente a su estructura, cuyos elementos (utilizando los términos de Saussure significado y significante, cuya unión se traduce en el signo) dependen de la interacción humana para que logren representar los distintos conceptos que producen la realidad.


Ante esta problemática, Franklin Rudolf Ankersmit señala que “(…) se ha hecho en extremo difícil preguntar si el texto histórico representa la realidad pasada en una forma adecuada. (…). Así, los límites del texto se convierten en los del mundo histórico”.[9]


La historia, reconocida y legitimada, se establece siempre como una secuencia de hechos empíricos, aún cuando el historiador no los haya visto o vivido. Pero, aún en el caso en que el historiador haya sido partícipe del hecho en cuestión, esta historia, una vez plasmada en el papel como texto histórico, queda determinada por el lenguaje y sus limitaciones.


Frente a esto, podríamos decir entonces que el pasado no existe como algo real, pues este está limitado ya no sólo a la capacidad del historiador, sino también a las posibilidades que el lenguaje tiene para narrar o recrear un hecho real.


“Por una parte, la realidad del pasado cambia conforme crece el espíritu; por otra, sólo está el historiador presente para volver a la vida el pasado, con base en alguna preocupación presente que, en sí, forma parte del presente en que la realidad se convirtió. En resumen, la realidad del pasado cambia con la evolución de la historia y nuestras ideas o nuestro pensamiento al respecto (…)”.[10]


Sin embargo, este límite del lenguaje no sólo afecta al escrito historiográfico, sino que representa un problema generalizado: la idea de realidad, pasada o presente, radica principalmente en la capacidad del lenguaje de establecer lo que es real. Y, como ser vivo que se vale del lenguaje para crear un mundo real, el hombre carece entonces del conocimiento exacto de aquella verdad que parece ser inalcanzable.


“’El realismo es relativo, lo determina el sistema de estándares representativos dado en una cultura o una persona determinadas en una época dada.’ En otras palabras, el realismo se basa en estereotipar códigos representativos, y son estos códigos los que garantizan el efecto de realidad [la traducción es mía] del realismo”.[11]


Estos efectos de realidad, analizados también por Barthes, apelan al componente descriptivo del relato histórico, a los elementos que nos indican lo real y cuya función es remitirnos al haber estado ahí de las cosas que se describen. Es lo verosímil del relato, pero en ningún caso nos hablan de la verdad o la realidad como tal.


Con esto, podemos asegurar que el efecto de realidad es en sí un efecto lingüístico, es decir, ficticio, un detalle construido por la estructura narrativa. Con esto nos vemos enfrentados al problema de conocer lo real, ya que este efecto de lo real está determinado por la multiculturalidad, la cantidad de lenguas y culturas existentes en el mundo, las cuales determinarían según sus propios códigos lo que es real y establecerían, en esa interactividad entre significado y significante, las bases para entender los signos que codifican el mundo.

El problema de la realidad



“Parece que hay una realidad para cada código representativo, y no una realidad única o básica subyacente a todas las posturas sobre realidad”.[12]


Es imposible a estas alturas atribuirle a la historiografía la capacidad de contar una historia única, real y objetiva. Estos términos, obligan a la historiografía a asumir su incapacidad de narrar sólo una historia que sea LA historia del mundo, y al valerse de la narrativa como su herramienta, debe limitarse a concebirse como un discurso retórico que representa sólo una parte de tantas posibilidades de contar nuestra historia.


Más aún, si culpamos e identificamos en el lenguaje su incapacidad de presentar la realidad tal como es, para lograr sólo representarla de manera simbólica, el problema de lo real recae en todo ámbito de cosas.


¿Cuál es la realidad? ¿Qué hace que un hecho sea real, en sí mismo y por sobre otros?


“La cuestión aquí no es si el historiador llega a un conocimiento histórico acerca de una realidad pasada ni cómo lo hace, sino el significado que podemos asignar a los conceptos de verdad y realidad con base en lo que demuestra la práctica de la historia”.[13]


Esta idea nos remite a los pensamientos de Nietzsche sobre el como sí. Vaihinger cita al autor asegurando que “No es sólo <> (…) ni es sólo nuestra cultura la que descansa sobre <> (…) también nuestro conocimiento las necesita”.[14]


Nietzsche asume que la realidad no es más que una estructura simbólica creada por el hombre para comprender una verdad a la que le es imposible acceder. “Nuestro intelecto opera con símbolos conscientes, imágenes y figuras retóricas (…) con <> (…)”.[15]


Actuamos como si comprendiéramos lo real y construimos una macro estructura simbólica –el lenguaje- como herramienta. “<[16] Con esto, y asumiendo que el pensamiento necesita del lenguaje, esta idea de lo real depende entonces de la creación de una estructura lingüística capaz de soportar esta construcción ficticia del mundo que reconocemos como real.


Así, tal como nuestro mundo real es una ficción cuyo soporte es el lenguaje, la historia del pasado es entonces también una construcción literaria, basada en supuestos que nos remiten a lo real como lo posible de comprender por el ser humano. “<< (…) cuando leemos este mundo de signos en las cosas como algo realmente existente y mezclado con ellas, simplemente estamos haciendo lo que siempre hemos hecho, es decir, mitologizar>> (…) pues el <>”.[17]


El lenguaje sería entonces un sistema, un esquema práctico que nos permite ser y estar en un mundo al que no podemos acceder en plenitud. El lenguaje crearía mitos necesarios para reconocer lo real. Estaríamos entonces insertos en la dinámica del como si, en donde la ilusión constituye y posibilita nuestra realidad.


Podríamos decir entonces que la veracidad del relato histórico no radica en lo real de su discurso sino en la capacidad de manejar el lenguaje del como si para comprender un pasado que sólo podemos ver con ojos actuales, bajo una ilusión que nos permite vivir una realidad inalcanzable.

En este sentido, el discurso historiográfico sería una ficción literaria, pero como tal, cumpliría con la función de recrear una realidad cuya coherencia nos facilita el reconocimiento de un mundo que necesita ser codificado.

El sentido del mundo


“Podemos decir que los límites del lenguaje son los límites del mundo (…) que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.[18]


Después de todo el análisis anterior es posible reconocer que la historiografía no es de ninguna manera una ciencia exacta, sino más bien una estructura formal utilizada para entregar una visión parcial y limitada de los acontecimientos históricos, valiéndose de las posibilidades que el lenguaje le otorga para formar un relato verosímil de la historia.


Todo esto, sin entregarle a aquella historia contada por los historiadores un componente de verdad total, asumiendo su carácter de ficción a través del cual es capaz de recrear un mundo como si fuera real.


El relato histórico es imaginario, sin ser por esto un relato inventado. Es imaginario porque utiliza para su finalidad las herramientas que dispone el ser humano para recrear la vida real del como si, la que debe vivir de manera real al no tener la capacidad de conocer la verdad.


Toda la construcción de mundo real que nos rodea es parte del lenguaje y no el lenguaje parte de esta realidad. Al parecer, la inversión de estos conceptos nos hace comprender que sin lenguaje no hay pensamiento y sin pensamiento, no hay posibilidades de conocer lo que es real.

Nos vemos enfrentados al mundo del como si, de lo posible de ser entendido por los límites del pensamiento, el lenguaje y la razón, cuyo poder ilusorio nos envuelve en una vida que se vive legítimamente como si fuera real.


Es a través del lenguaje y de la construcción de este mundo del como si, la única manera de recrear y darle sentido a la vida humana, vida cuyo valor radica en la capacidad del pensamiento, la razón, el habla y la escritura.


Sin embargo, esta vida separada del resto de seres vivos -al ser dotada del lenguaje como herramienta- está abandonada a su suerte, sometida a un instrumento humano de doble filo: mientras el lenguaje construye las realidades necesarias para vivir, por otra parte nos limita cada vez más, encerrándonos en la cárcel de nuestro pensamiento lingüístico.


Bibliografía y textos de referencia



  • White, Hayden. “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”. Editorial Paidós, Barcelona, España, 2003.

  • Barthes, Roland. “El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura”. Editorial Paidós, Barcelona, España, 1987.

  • Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

  • Vaihinger, Hans. Texto “La voluntad de ilusión en Nietzsche”.

  • Wittgenstein, Ludwig. Tractatus logico-philosophicus”.

  • Borges Jorge Luis. “El idioma de los argentinos”.


[1] White, Hayden. “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”, p. 112. Editorial Paidós, Barcelona, España, 2003.

[2] Ibíd.

[3] Ibíd. p. 118-119.

[4] Barthes, Roland. “El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura”, p. 174. Editorial Paidós, Barcelona, España, 1987.

[5] White, Hayden. “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”, p. 112. Editorial Paidós, Barcelona, España, 2003.

[6] Ibíd. p. 113.

[7] Ibíd. p. 115.

[8] Borges, Jorge Luis. “El idioma de los argentinos”. p.182

[9] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 253. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[10] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 267. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[11] Ibíd. p. 285.

[12] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 286. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[13] Ankersmit, Franklin. “Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora”, p. 314. Editorial Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2003.

[14] Vaihinger, Hans. Texto “La voluntad de ilusión en Nietzsche”, p. 3.

[15] Ibíd.

[16] Ibíd. p. 5.

[17] Vaihinger, Hans. Texto “La voluntad de ilusión en Nietzsche”, p. 9.

[18] Wittgenstein, Ludwig. Tractatus logico-philosophicus.

No hay comentarios: